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Ayer estuve alicaído todo el día. Fue uno de esos días que pasan sin pena ni gloria, que no podría recordar dentro de una semana ni aunque me lo propusiese, todo era gris y anodino. Hoy por la mañana he comprendido el por qué fue así el día de ayer.
 Esta mañana atrasé un poco la hora del desayuno a la espera de que el repartidor del mercadona trajese la compra. Por cierto, nunca he entendido ese escrúpulo en televisión a nombrar una marca o empresa en medio de una conversación sólo porque no haya pagado, pero tranquilamente te dicen que han enviado un whatsapp, si han leído algo en twitter o se han comprado un iPhone. Lo que les da repelús es decir "el Corte Inglés", "Carrefour" o "McDonalds", como si los productos de Apple o la empresa WhatsApp Inc. fuesen un verbo o un pronombre personal. A lo que iba, nos hemos vuelto muy pijos en casa, y muy cómodos. No sólo tenemos tablet (no he dicho la marca), sino que hacemos el pedido al mercadona desde ella.
La cuestión es que el pedido llegó puntual, como siempre. Maquinalmente comencé a guardar las cosas de frío en la nevera, parte de la fruta en la nevera y parte afuera, las latas en su balda, el tomate frito en la suya, las costillas en el frigorífico también y el café... ¡qué ganas tenía de echar mano al café!.
Tras guardar las cosas y echar un trozo del chorizo recién llegado al potaje de lentejas que ya estaba al fuego, me puse un café con leche. ¡Oh maravilla!, el mundo comenzó a tomar forma de nuevo, los colores de la cocina se hicieron más brillantes, una agradable sensación recorrió mi cuerpo, y me dispuse a sentarme ante el teclado a picar código como un poseso.
Sí, soy adicto al café. Si no lo tomo no me da dolor de cabeza como a otras personas. No me da un ataque de ansiedad, ni me encolerizo. Al contrario, me apago poco a poco, me amustio, hasta que finalmente desaparezco. Por eso una de las frases más certeras que he escrito nunca es la de que el café mueve el mundo... o debería hacerlo.
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